En esta crisis, las instituciones europeas, dominadas por Alemania y el BCE, han tomado varias decisiones erróneas simultáneamente.

La mitad ha provenido de cerrar los ojos a verdades macroeconómicas inmutables. En primer lugar, la negativa del BCE a comportarse como banco central de la unión monetaria y solucionar las disfunciones del mercado de deuda soberana. En su lugar, ha actuado como banco central de país grande al cual se han anclado varias monedas, cuyas primas de riesgo respecto a la moneda ancla (reflejados en este caso en el diferencial de la deuda soberana) son una cuestión local de la que el banco central no responde. La crisis no se ha profundizado tanto porque la unión fiscal sea incompleta como porque el BCE ha ejercido su papel de banco central de manera insuficiente. Lo ha hecho, además, como estrategia para presionar a los gobiernos a que lleven a cabo las políticas económicas de su agrado (que no son todas incorrectas, pero no es el banco central quien debe decidirlas). Como puntilla, el BCE defiende la inflación baja como un fin en sí mismo, lo cual es muy bueno si el mundo no se acaba mañana.

En segundo lugar, la negativa de Alemania a reconocer que el multiplicador del gasto existe y que la contracción fiscal tiene un impacto desacelerando el ciclo. Seguramente una expansión fiscal como la de 2009 en España equivocó el diagnóstico al considerar que era necesaria una expansión de la demanda ante un shock de oferta, pero también es seguro que una contracción fiscal pesa sobre el crecimiento. Precisamente para evitar que los países tuvieran que incurrir en este tipo de políticas procíclicas debería haber funcionado el Pacto de Estabilidad en época de bonanza, pero ahora no se puede rebobinar y endurecer la supervisión fiscal en este momento. Tener un déficit público objetivo bajo es muy bueno si el mundo no se acaba mañana.

La otra mitad de los errores ha provenido de innovar en ámbitos donde lo que estaba inventado funcionaba. Por ejemplo, en la creación de un fondo monetario europeo que no lo fuera (la Facilidad Europea para la Estabilización Financiera) o en la doctrina de Deauville, que imponía que hubiera quitas a la deuda privada como condición necesaria para cualquier programa de apoyo financiero a un país, bajo el eufemismo de participación del sector privado (PSI), y que lanzó al sistema financiero al abismo de la duda sobre la calidad crediticia de la deuda soberana de la zona euro. En diciembre de 2011 Alemania tuvo que rectificar y aceptar que solo se pueden exigir restructuraciones de deuda si es insostenible, tal como ya se sabía en el ámbito del FMI que debía ser esta política, pero el daño ya estaba hecho.

Sin embargo, en algo donde cabe innovación porque es nuevo e inherente a la unión monetaria, las instituciones europeas se han encadenado al más arcaico nacionalismo económico. Me refiero al saldo exterior y su reflejo en la prima de riesgo (antes en la prima de riesgo de una moneda y ahora en la prima de riesgo de un título soberano). En lugar de inventar una solución especial para la unión monetaria, como serían los eurobonos en el caso de la deuda soberana o de simplemente aceptar los desequilibrios externos intra zona euro para el caso de la cuenta corriente, se insiste en que cada país debe tender a la reducción de sus pasivos frente al exterior y a la reducción de su deuda pública. Es posible que el mercado, dado el entramado institucional actual, no deje otra alternativa, pero para eso debería estar la construcción europea, para encontrar una solución especial que funcione en una unión monetaria especial.

En definitiva, ha habido demasiada innovación de la mala y poca de la buena.

Por Clara Crespo