La determinación de las fuentes de la prosperidad y la riqueza de las naciones ha sido, y continúa siendo en la actualidad, una de las cuestiones más analizadas y debatidas por los economistas. Las aportaciones de las distintas escuelas de pensamiento a lo largo de la historia han permitido mejorar la comprensión de las dinámicas de crecimiento de las economías desde que Adam Smith publicó su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las Naciones. Pero ¿cuáles son los fundamentos de la prosperidad?, ¿son muy diferentes de los que planteara este economista escocés en 1776?. En mi opinión, los fundamentos no han cambiado, lo que ha cambiado es el escenario.

Las respuestas de los economistas a estas preguntas pueden ser agrupadas en torno al enfoque inspirado por las ideas de Smith o a las aportaciones de David Ricardo. En esencia, el enfoque de la función de producción ricardiana centra su atención en las dotaciones factoriales; la inversión es la llave del crecimiento económico. Por el contrario, en la visión smithiana, la innovación es la clave; se destaca la innovación como proceso por el cual los factores de producción son combinados, de acuerdo con una oportunidad de negocio percibida por el actor del crecimiento, el empresario. La cantidad y calidad del capital físico y humano -en el sentido ricardiano- son importantes, sin duda alguna, pero ellas son el producto de una economía y no factores aportados exógenamente a ella.La esencia de dicha innovación es la acción emprendedora en respuesta a la percepción de beneficio.

Si el empresario es el eje sobre el que bascula la creación de riqueza ¿cuál es el papel de las instituciones?. John Rawls en su influyente trabajo “A Theory of Justice” plantea un sueño imposible, crear una sociedad nueva desde su origen basada en principios de justicia. Este sueño exige la introducción de la que denomina “restricción de la ignorancia”; la idea es sencilla, obligarnos a pensar desde fuera de nuestra visión personal con el objetivo de considerar a los otros; reinventar la sociedad, esperando que la tiranía del statu quo, en palabras del Milton y Rose Friedman, sea pasiva ante el cambio.

Muy al contrario, las naciones y los ciudadanos que las integran, cargan en sus espaldas con un conjunto de reglas de juego, conformadas a lo largo de la historia, que determinan las restricciones y los incentivos en las interacciones que se producen en la sociedad; son factores intangibles creados por el hombre que influyen en su conducta y determinan su presente y su futuro; se trata de las denominadas Instituciones, concepto que hunde sus raíces en la tradición filosófica liberal de los Siglos XVII y XVIII, pero que han pasado a un primer plano en el debate sobre el crecimiento económico a raíz de la publicación de la obra de Acemoglu y Robinson titulada Porqué fracasan las naciones.

Cuando hablamos de instituciones nos referimos a: normas políticas que regulan el funcionamiento del Estado; regulaciones económicas del funcionamiento de los mercados; o incluso hábitos mentales o códigos de conducta informales de los ciudadanos, como por ejemplo, las tradiciones, creencias, actitudes sociales, etc. Estas determinan la estructura de incentivos óptima para el desarrollo emprendedor al afectar a las percepciones empresariales que condicionan la acumulación de conocimientos y fomentan las actividades de I+D, las actitudes de modernización de la estructura productiva y distributiva y la acumulación de capital físico y humano; por ello, son determinantes para alcanzar la prosperidad.

Pero las instituciones deben contribuir, además, a orientar la iniciativa individual hacia el interés general. William J. Baumol, planteó -con buen criterio- que la contribución productiva de las actividades empresariales a la sociedad puede ser muy distinta según su asignación se realice a actividades productivas, como la innovación, o improductivas, como la búsqueda de rentas o el crimen organizado, por ejemplo; esta asignación está profundamente influenciada por la forma en la que la sociedad retribuye relativamente cada una de estas actividades. Las instituciones tienen una función clave, contribuir a conformar un consenso compartido por todos los agentes de invertir en el futuro, en un futuro mejor para todos.

El mundo actual se caracteriza por la incertidumbre y la complejidad y, desafortunadamente, no parece que dispongamos de las instituciones económicas, políticas y geopolíticas adecuadas. La globalización, que continuará con mayor intensidad tras la crisis, aumentará la complejidad de los problemas y de sus soluciones, lo que exigirá un nuevo liderazgo ciudadano y político con el objetivo de contribuir a conformar un mundo más libre y mejor gobernado, en el que la innovación y la meritocracia dominen los procesos económicos y socio-políticos. Y los sueños, sueños son, ¿o no?.

Por Vicente J. Montes Gan